Llevar a una cuestión de fondo, implica, exige inteligencia. El erotismo, por ejemplo, requiere imaginación, de modo que el sentido del mensaje es completado por quien atribuye, a su modo, las cualidades faltantes al cuadro, a la escena, etcétera.
Hay, además, sistemas y mecanismos de seducción. ¿Los hay de provocación? ¿Nos dicen algo las categorías y los géneros, las múltiples clasificaciones académicas cuando orientan la producción de determinados tipos de textos, en lugar de prestarse, ante todo, a facilitar la clasificación de estos como obras inventivas, sujetas nada más que a su intención comunicativa?
Fernando Escobar Páez ha sido acusado de provocador. Ha sido, también, y no pocas veces, amenazado. ¿Esto último no habrá sido más bien por haber cuestionado bien?
Salvo en mi primer libro, Los Ganadores y Yo, de 2006, en todas mis otras publicaciones he mezclado narrativa e incluso algo de crónica con poesía. Escribía acorde a lo que me dictaba el momento; por ello, muchas veces imprimía a mi poesía cierto tono narrativo, que no tiene que ver con la estructura del texto sino con la intención de narrar una historia bien pendeja.
Supongo que se podría decir que como escritor fui anfibio o travesti. Me movía torpe y monstruosamente en ambos terrenos: poesía y narrativa.
No me interesaba romper con ninguna tradición. Eso era imposible; mi acervo cultural está marcado por la tradición occidental a la que pertenecieron mis referentes literarios: William S. Burroughs, Roberto Artl, Arthur Rimbaud, Philip K. Dick, por citar solo a algunos. Estos escritores no acataron convenciones morales ni de forma –ni en sus textos ni en su vida–, pero no rompieron con la tradición, sino que la conocieron y dominaron para finalmente poder subvertirla y crear algo nuevo. No puedes entender a Rimbaud si no tienes idea de quien fue Baudelaire, Villon o Gautier, etcétera.
Actualmente veo muchos escritores latinoamericanos –entre ellos poetas de mi generación y de la subsiguiente– que se la dan de iconoclastas, pero esto mismo me parece más un gesto tribunero –con el término en su acepción futbolística– y propio de egos desmedidos y/o, producto de ignorancia supina, que otra cosa.
Diferenciamos entre discusión y pelea, reconociendo que en la primera de estas situaciones comunicativas caben observaciones de todo tipo, críticas e incluso durísimas calificaciones, siempre y cuando todas ellas recaigan en el objeto de discusión, confrontando, poniendo en duda e incluso negando una posición contraria, pero al margen del sujeto que la adopta. Asimismo, sabemos que la situación torna en pelea cuando la menor observación de una de las partes apunta directamente contra quien plantea oposición; es decir, cuando, dejando de lado el asunto que se supone cabría discutir, una de las partes se ocupa de la otra, atacándola personalmente por ser quien es, como si encarnara, ella, el verdadero problema.
Ahora bien, la provocación es, por lo general, entendida como un ataque directo contra cierta materia sensible, sobre un punto en particular respecto del que es previsible, la habrá de ser inmediata, franca, dura; sobre un asunto del que es difícil disociarse.
Hoy es más que nunca provocar a millones de personas. Enormes masas parecen haber adoptado con la facilidad que caracteriza al consumismo mecánico y la cara dura propia del asistencialismo, posiciones, apenas memes –como patrones o sellos medianamente sofisticados–, confiando en que estos les garanticen pertenencia a una colectividad –en la que paradójica y ridículamente se sienten especiales y, por supuesto, importantes… como víctimas, en caso de crítica.
El atentado más directo, acaso, es el que se concibe contra el cuerpo, el cuerpo como objeto de ideales. Aunque poco, en realidad, se reflexione sobre la carne –del mismo modo en que se habla menos de la psique y los mecanismos de la conducta, que del alma…
Muchos me han dicho que soy un escritor fisiológico porque en mis textos pululaban órganos, genitales, sobre todo, y sus secreciones. Pero más que una reflexión sobre la carne, con Miss O’ginia, mi libro más corporal, lo que propuse es un bestiario. La zoomorfización es uno de los recursos del realismo grotesco que Bajtín identificó en textos medievales y en el carnaval. Con la modernidad y el ascenso de la técnica que rompe los tabúes religiosos y permitió la disección de cadáveres, la imagen del hombre se fragmentó y dejó de ser concebida como simple unidad. Se separó cuerpo –asociado con lo bajo, con lo impuro– de alma –lo elevado, lo noble–. Bueno, al bestializar a los personajes de mis textos –la primera bestia fui yo mismo, tal como dice un verso de uno de mis poemas– de alguna forma quise volver a unir dichas partes, coserlas con tinta… aunque fuera con un resultado teratológico.
Hoy no podría volver a escribir así. Tan cierto es esto que desde dos mil doce no he intentado siquiera escribir textos de carácter literario. Actualmente me veo a mí mismo como un literato jubilado. Felizmente no tengo motivos para regresas a ese tipo de escritura ni a ese mundillo de mierda.
Escritor soy, digamos, pero por necesidad económica, pues es lo único que sé hacer más o menos bien, pero sobre todo soy lector; sí, es lo que sigo siendo. Son partes indisolubles de mi vida, que me acompañarán hasta que me coman los gusanos. La diferencia entre uno y otro estriba en que ahora he optado por escribir desde el periodismo –de rock sobre todo– y, por otro lado, desde la academia, con mi eterna e inmamable tesis de maestría en Antropología Visual.
Este cuestionamiento se da en cada libro, a través del exceso. Llevo la masculinidad hasta la hipérbole grotesca para hacerla volar, pero desde adentro… Sin embargo, esta es mi lectura personal y, claro, no es la única posible. Desde que salieron publicados en formato impreso, esos textos ya no me pertenecen.
Quizá, si me vuelves a hacer esta pregunta en unos años, te diré algo totalmente distinto… y también será verdad. Pero adelanto, siempre, que no es cierto que los míos sean textos machistas, tal como dice la caterva de detractores que tengo detrás mío.

En mis libros siempre hubo un componente autobiográfico y en ellos quien siempre termina destrozado, humillado y burlado es; o mejor dicho, somos yo mismo y mi personaje… Desde la corrección política mierdera y desde cierto feminismo millenial radical de redes sociales no leen nada de esto; se quedan solo en la imagen pornográfica que se ofrece de entrada, dejan de leer y empiezan a juzgar…
Dino Sagre, alias Pitigrilli, tiene un aforismo que reza: “El escritor empieza como incendiario y termina como bombero”… No sé si ese sea el caso de mi escritura –quien quita que algún rato me harte de esta vida de jubilado literario y me dé la puta gana de escribir algo mucho más porno que lo que ya hice hasta ahora–, pero sí, tal vez, el de mi vida personal.
Tal es el límite de la razón: su propia razón de ser, ser instrumento. Como fin en sí misma, la razón precipita de vuelta al esquema, a la tabulación, la homogeneización y la justificación del ejercicio del control en bloques, masas, convirtiendo cualidad en mera cifra, trastornando la voluntad en pugna por el afán de justificación. Un desastre.
Decir hoy que se pretende ser equilibrado, debe sonar en muchos ámbitos fuera de lugar o cuanto menos anticuado, ya que es una expresión que deja fuera toda la jerga relativo-esotérica-coach-motivacional-feliz-pero-qué-sensible-postmoderna-emprendedora…
Antes, mi visión del mundo era más radical… y excesiva. Hoy busco la equidistancia. Desligarme de todo extremismo. Aunque ahora esté en boga dentro del círculo de mis ex amigos –en su mayoría escribidores y ras de mierda, bien hipócritas, pero que han maquillado sus miserias de forma más astuta que la mía– acusarme de haberme «derechizado” y de ser un “neo facho”, solo porque expongo mi crítica frente al feminismo radical, a las modas culturales post modernas y a los gobiernos del nefasto Socialismo del Siglo XXI, que tanto daño hacen a nuestro subcontinente.
En su momento, yo creí en todas esas mierdas de izquierda ilustrada con su discurso «buenoide»; por suerte, me creció el cerebro; no vuelvo a caer.
Absurdos, como un doctorado en familia o una maestría en amistad –por mencionar pintorescas estupideces verificables…
Será que yo no soy tan buen polemista como dicen mis panas y ni tan peleón como dicen mis enemigos, pero no creo haber nunca tenido el talento ni las ganas de llevar la confrontación a categoría estética. Escribo y digo lo que me sale, y a veces puede que me salgan cosas negras y duras, hasta un tanto cínicas, pero hasta ahí…
Hay, sin embargo, otras voces. Claro, lejos de las redes sociales. Con ellas se da el diálogo. También a través de la memoria.
Se trata de lecturas y de conversaciones de verdad, en tiempo real, con pares…
Desde que dejé de escribir mi calidad de vida y mi salud emocional han mejorado ostensiblemente. Prefiero mil veces seguir siendo el tipo calvo que cuida dieciocho gatos, ve pelis con su novia y sufre todos los días por su tesis. Es mucho mejor que volver a ser poeta. Acá el destino poético es valer verga, ir a recitales de borrachos sucios y no pintar un culo*.