Historia del cadí, el sirviente y su perro
He llegado a saber que hace tiempo, oh afortunado Señor, vivía en la ciudad un cadí que, a fuerza de ser útil a los propósitos del visir, había conseguido hacerse de una fortuna. Tenía ese cadí un sirviente y ese sirviente un perro. Habitaban los tres una gran casa, con caballerizas, patios y fuentes, a la que acudían los habitantes del barrio de los artesanos en busca de justicia.
Eran, cadí, sirviente y perro, muy requeridos. Al cadí lo solicitaban los comerciantes, sus esposas e hijos y hasta los poetas del rumbo para mediar en sus disputas, aconsejarlos e instruirlos. Poca sabiduría, si alguna, poseía el juez, pero amplio era el lugar que ocupaba en el corazón del visir, así que se acostumbraba fingir ante él, ya fuera su veredicto disparatado o sensato, un palmario asombro por su tino y pertinencia. Al sirviente, un esclavo comprado en el bazar de modo azaroso (pero no hay azar sino Voluntad Altísima, oh afortunado Señor), apenas se le conocía fuera del tribunal, pero el cadí dependía de él de modo absoluto. Pues no siendo su ingenio y maña suficientes como para escribir sus propias sentencias, sino apenas para recitarlas ante los demandantes, debía el siervo arremangarse y escribirlas según le dictaban sus propias y cortas luces o, mejor, según la dirección de los intereses que sabía propicios a su amo.